Arista de Txindoki, el camino más lógico
Contemplando la pirámide de Txindoki desde territorio guipuzcoano, la vista busca de forma instintiva el camino de la cumbre siguiendo la línea perfectamente definida de una arista. La circunstancia de que hasta el año 1949 nadie hubiera intentado seguir la ruta, que de forma tan evidente recorrían los ojos, ofrece una referencia del escaso nivel en que se encontraba en esos momentos la escalada en buena parte de Gipuzkoa.
Los eibarreses eran la excepción. Ellos habían alcanzado en Atxarte un grado de experiencia muy superior al resto de escaladores del territorio, en el que sólo unos pocos donostiarras se aventuraban a trepar por las paredes de Santa Bárbara.
Tolosa siempre ha tenido en el esquí y en el alpinismo una personalidad propia. Y un exponente de esa característica sería la conquista de la que con el paso de los años sería la vía más esbelta y popular de las montañas guipuzcoanas.
Como había ocurrido en la Hermana Mayor de Irurtzun, la primera exploración de la arista del Txindoki tuvo también influencia catalana. Jaume Reñé, un experto escalador del Centre Excursionista de Catalunya, se había unido a la sugerencia de los tolosarras Antxon Sáenz Basagoitia y José María Peciña de tentar las posibilidades de aquella cresta todavía inédita. El 7 de agosto de 1949 podía haber sido una fecha que pasaría a la historia de la montaña, pretenciosamente apodada El Cervino vasco, como la de la primera escalada de su vía más aérea; pero la Dama del Txindoki no estaba de parte de los escaladores: “Tras luchar durante cerca de nueve horas, ante el último obstáculo del recorrido, un fortísimo ventarrón desencadenado de forma súbita nos impedía mantener el equilibro sobre el cresterío y tuvimos que rapelar hacia la ladera norte para protegernos”. Habían desentrañado muchos secretos de la ruta, pero les había faltado el remate de la cima.
Al año siguiente volverían con el ánimo de acabar el trabajo con José Arrate ocupando el puesto del catalán ausente. Para entonces, Sáenz Basagoitia había ya vivido la reconfortante experiencia de escalar el Naranjo, a cuya cima había llegado el 26 de julio de 1950, ayudado por el veterano Alfonso Martínez.
La historia iba a repetirse. Cuando apenas habían superado el punto máximo alcanzado en el intento anterior, esta vez fue una tormenta, con toda su corte de rayos y truenos, la que les expulsó de forma precipitada del filo de roca. ¿Serían jugarretas de la Dama las que les impedían completar la escalada?.
Ha pasado otro año. Los tres protagonistas del fracaso anterior están de nuevo en Larraitz ajustando los pesos de las mochilas. Sus temores de que durante el tiempo transcurrido alguien se les haya adelantado no se confirman. La arista sigue allí, tan solitaria como la habían dejado el año anterior. Los habituales del camino de Oria Iturri ven con sorpresa que aquellos tres excursionistas se desvían del camino clásico de la cumbre y se dirigen directamente hacia la barrera de roca. ¿A dónde van esos locos?.
El pastor que se cruza con ellos también debe pensar lo mismo. Al despedirse les advierte de que para la tarde se espera lluvia. Se preocupan. ¿Tendrán que vivir una tercera retirada?.
A las nueve y media empiezan a escalar. Están en terreno conocido y progresan con rapidez. “Continúa la cresta con gran inclinación limitando una placa rocosa que se presenta tentadora. ¿Será escalable?. Aparentemente es muy difícil, pero con la ayuda de dos clavijas la pasamos fácil. Tan aérea e interesante es que en el bloc de notas la hacemos figurar con el nombre de placa bonita. ¡Que se quede con ese nombre!”. El deseo de Antxon se cumplirá y así la conocerán los cientos de escaladores que pasarán tras ellos por ese espectacular tramo de la cresta.
Se enfrentan ya a la parte todavía desconocida de la escalada. Están optimistas porque han avanzado más rápido que en anteriores ocasiones. El tañido lejano de las campanas de Amezketa les anuncia el Ángelus del mediodía y ellos se sienten en ese momento más cerca del cielo que nadie.
Todavía les queda por superar el tramo más complejo de la cresta. “El peor paso consiste en abandonar el diedro para salir por su lado izquierdo. Para atravesar este trecho, pese a que no tiene más de veinte metros, hemos precisado más de dos horas”.
Esta vez lo van a conseguir. Al frente intuyen que la arista se está acabando. “Avivamos la marcha entre unas nubes amenazantes hasta que alcanzamos la cima. Nuestros irrintzis hienden el aire en esta tarde de otoño. Jamás hasta hoy se nos presentó tan bello y radiante el Txindoki, debe ser que nunca hemos luchado tanto por él”. En la tarjeta que dejan en el buzón apuntan la fecha y la hora: 21 de octubre de 1951 a las 14.45. Han tardado casi cinco horas y media en completar la escalada.
En la serenidad vacía que sucede a la tensión, Sáez Basagoitia hace una proyección de futuro que el tiempo se encargará de cumplir: “Auguramos un gran porvenir a esta cresta, que acabamos de vencer por primer vez. Puede llegar a ser un magnífico campo de acción para los escaladores vascos”.
Regresan a Larraitz contentos, acuciados nuevamente por la tormenta, pero esta vez ya no hay nada ni nadie que pueda frustrar la alegría que llevan dentro. Cuando se encuentran de nuevo con los pastores, se esfuerzan en explicarles sus motivaciones, pero es en vano. No pueden entender qué es lo que ha llevado a aquellos tres jóvenes a los roquedos más agrestes de la montaña. Uno de ellos sugiere: “Como no sea que hayan ido a buscar el peine de oro de la Dama de Txindoki...”.
(Irurak-Bat. «Primera escalada del Txindoki por su cresta occidental». Pyrenaica, nº 4 (1951): 116-119)
Historia Testimonial del Montañismo Vasco. Tomo II. Antxon Iturriza (P. 44-45)