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Everest, el gran día

Everest, el gran día

Al igual que en el intento del 74, el segundo acercamiento del montañismo vasco hacia el Everest iba a comenzar con una carta. El 23 de junio de 1977, el embajador nepalí en Nueva Delhi remitía una comunicación a su colega español en la capital india anunciándole la concesión a la expedición vasca del permiso para intentar su ascenso en la primavera de 1982.


Cinco años de espera era un tiempo largo para los veteranos de la Tximist. El mundo, la montaña y ellos mismos podían cambiar mucho, quizás demasiado para hacer posible que una segunda expedición saliera adelante.


De nuevo, como en una repetición de las circunstancias en las que se gestó la primera aventura, iba a surgir la intercesión decisiva de un hombre al que el montañismo vasco ya le debía mucho. A través de sus contactos en la UIAA, José Antonio Odriozola, presidente de la FEM, pudo conocer la intención de la expedición rusa que poseía el permiso para la primavera de 1980 de posponer el intento por coincidir con la celebración de los Juegos Olímpicos en Moscú. El propio Odriozola se prestó a servir de interlocutor con Yevgeny Tamm, jefe del grupo soviético. El acuerdo fue rápido: los vascos podrían adelantar en dos años su segunda visita al Everest.


El 12 de febrero de 1980, la misma fecha en que lo había hecho seis años antes, la expedición vasca al Everest partía hacia Nepal. La hoja del calendario era la misma, pero el equipo expedicionario había variado sustancialmente. Quedaban cinco veteranos del 74: Lorente, Sáenz de Olazagoitia, Rosen, Uriarte y Gallardo; los otros seis eran nuevas incorporaciones: Kike de Pablo, José Urbieta, Takolo, Emilio Hernando, Xabier Garaioa, Xabier Erro y Martín Zabaleta.


El país del que salían también se había transformado, y mucho, en los últimos años. El 25 de octubre del año anterior se había aprobado el Estatuto de Gernika y había sido el propio Carlos Garaikoetxea, a punto de ser nombrado lehendakari, el que les había entregado una ikurriña para que la llevasen a lo más alto del mundo. Los expedicionarios que sufrieron las vicisitudes del 67 y del 74 se tenían que pellizcar para convencerse de que lo que estaban viviendo era real.


En Nepal las montañas seguían siendo las mismas e idéntica la sonrisa amable de las gentes que les saludaban a su paso. Para los veteranos, sin embargo, había disminuido el encanto de la marcha: todo les resultaba más familiar, menos misterioso; les faltaba la ilusión del descubrimiento. Los trekkings ocupaban los senderos, los té shops proliferaban y en el valle de Khumbu se palpaba un cierto aire de invasión foránea.


Pero el aspecto que más había evolucionado era el de la propia concepción de las ascensiones al Everest. En el paréntesis de seis años se registraron en sus laderas hechos tan relevantes como la escalada británica de la pared suroeste en 1975, la ruptura de tabúes provocada por Messner y Habeler en 1978 tras su ascensión sin oxígeno artificial y la apertura de la dimensión invernal del Himalaya que los polacos acababan de lograr unas semanas antes. De forma paralela a estos avances puramente alpinos, el ritmo de ascensos se había acelerado de manera notable hasta triplicar los registrados hasta 1974.


EN LA CIMA SUR


El 22 de marzo todos los integrantes del equipo vasco se encontraban instalados en un campo base que ya no era sólo para ellos: una expedición polaca y otra catalana compartirían aquel pedregal inhóspito durante las semanas siguientes. Los nombres nunca borrados de la memoria de los veteranos volvían a hacerse tangibles y cercanos: la Cascada de Hielo, la Comba Oeste, la pared del Lhotse; el Everest estaba de nuevo ante ellos.


Casi un mes después, se conocía la llegada al estratégico collado sur. Un optimismo excesivo empezaba a transmitirse al gran público a través de los medios de información. “La cumbre del mundo es cuestión de pocos días. Teniendo en cuenta que en condiciones atmosféricas favorables el salvar la distancia hasta la cima supone unas ocho horas y en base al adelanto de fechas que lleva, puede decirse que la expedición vasca tiene el techo del mundo al alcance de la mano”.


El 4 de mayo podía ser el día. Rosen, Gallardo, Garaioa y tres sherpas se preparan en las tiendas del Collado Sur para partir hacia la cumbre. “Alrededor de las dos y media nos despertamos y comenzamos los lentísimos preparativos: deshacer el hielo y preparar el desayuno. ¡ Qué exasperante!. ¡Qué poco se avanza!. Se diría que a esta altura el reloj se vuelve loco”.


Salen de las tiendas. El frío es inhumano; la quietud del collado, absoluta.


“Envueltos en nuestras ropas, con nuestras máscaras, en la penumbra del amanecer, más parece que nos encontrásemos en un paraje lunar que sobre la Tierra. Todo tiene aspecto fantasmal, pero real ”escribía Rosen..


Garaioa y Nin Temba se van adelantando. Rosen mira hacia la pendiente que lleva a la cumbre, hacia las rocas que parecen reconocerle tras la careta de oxígeno. “Guardo un recuerdo tan intenso de la expedición del 74, de esta parte de la ascensión, que me parece como si, en realidad, las dos expediciones no estuvieran separadas en el tiempo. ¡Qué importan seis años!. La montaña es igual, las circunstancias las mismas, yo, prácticamente el mismo y las ilusiones parecidas”.


Alcanzan el que será campo V, una tienducha con tres cilindros de oxígeno que deberá servir sólo para casos de emergencia en el descenso. El altímetro marca 8480 metros. Están casi en el mismo lugar en el que Rosen y Uriarte se vieron obligados a retroceder en el 74. El tiempo no es bueno. Gallardo y el sherpa Nima Rita están a punto de abandonar el intento. Rosen vacila. Si quiere llegar a la cumbre deberá continuar solo. “La decisión que debo tomar en este momento va a ser la más trascendental de mi vida montañera. En ello me va la cumbre, el éxito o el fracaso, la vida misma”, reflexiona.


El alpinista alavés, por segunda vez en el mismo lugar, opta por el regreso. “Ya no subiré al Everest, sé que ésta es mi última oportunidad para lograr lo que he sentido con mucha intensidad durante años, pero estoy seguro de que la resolución que he tomado es buena. Es el retorno a la existencia”.


Garaioa y Nin Temba han proseguido su ascenso. El sherpa abre huella en la nieve blanda; el navarro le sigue. “Unidos por una cuerda de 7 mm, avanzamos por la arista; a cada lado fuertes pendientes: a la derecha hacia el Tibet, a la izquierda hacia la Comba Oeste; la niebla nos impide ver más allá de unos metros (...). Me siento lúcido y me recreo con la idea de llegar a la cima y esto me trae recuerdos de los míos, de mi tierra”, evoca Garaioa en medio del agobio del esfuerzo.


Bordean las grietas en las que Zabaleta tendrá que buscar refugio angustioso unos días más tarde. Poco más arriba la cresta empieza a descender. Están en la Cima Sur. Sólo en la Cima Sur. Frente a ellos festonea ascendente una arista de espectaculares cornisas dentadas. Noventa metros de desnivel, cuatrocientos en línea recta les separan de la gloria o del infierno.


Son casi las tres de la tarde. Les queda oxígeno sólo para media hora. Garaioa contempla el camino hacia la cima. Está tan cerca...Será Nin Temba quien tome la única decisión posible: “Me dice el sherpa que tenemos que dejarlo para otra nueva ocasión, que es mejor. Comprendo que es lo único que podemos hacer”.


Muchos metros más abajo, Rosen se encuentra en una situación angustiosa. En el descenso hacia el Collado Sur, el alavés había caído en una grieta; para Gallardo resultaba imposible abordar solo el rescate y había descendido a buscar la ayuda de los sherpas que se encuentraban en el campo IV. Antes había dejado su mochila como señal de referencia entre la niebla.


Para Rosen, el tiempo se mueve menos que una montaña en la soledad helada de la grieta. “Son las cuatro de la tarde. Han pasado ya dos horas desde que me he caído. La espera se me hace insoportable. Me imagino muchas cosas. A cada cual peor. Si no me encuentran, una noche aquí va a ser muy dura...Me fijo un límite de espera: si a las cinco de la tarde no aparecen los sherpas, intentaré salir por mis propios medios de este agujero, aunque presiento que será imposible...”.


Faltan diez minutos para que se rebase el límite de la desesperanza cuando desde lo alto de la grieta le llegan las voces de Gyrmi, Nima Rita y Ang Kami. Como procedentes del cielo, Rosen ve descender hasta donde se encuentra una cuerda y un par de jumars atados a ella. Está salvado. “En pocos minutos salgo a la superficie del glaciar. El aire corta como un cuchillo, pero es el aire de la vida”.


Dos días después, otro intento de acercamiento de Xabier Erro a la cumbre es barrido por la ventisca en el mismo Collado Sur. “El día ha sido horrible. La tormenta ha rasgado nuestra tienda y la hemos arreglado como hemos podido. Luego hemos tenido que achicar la nieve, ya que se nos había inundado el interior”.


Todavía quedan muchos días estadísticamente idóneos para llegar a la cima, pero las dos tentativas frustradas están asentando un desaliento creciente en el campo base vasco. “Hay una cierta precipitación en nosotros, y lo cierto es que es difícil mantener la calma ante esta montaña furiosa, viendo como mayo se va día a día. La facilidad con que habíamos llegado al collado sur ha engañado a muchos de nosotros y habíamos olvidado que el Everest empieza a los ocho mil metros”.


La nieve se ha acumulado en gran cantidad en la ruta y el tiempo no mejora. Los veteranos del 74 ven crecer los fantasmas de un nuevo y definitivo fracaso. El vértigo de la responsabilidad ante todo el país que les está siguiendo allá lejos se anuda cada vez más retorcido en el estómago de Juan Ignacio Lorente.


Uriarte describe la tensión que se está viviendo en el grupo: “Hoy todo es turbio y oscuro. Este campamento base se ha convertido en un sucio agujero, húmedo y frío. La comida nos ha traído el mismo arroz cocido de siempre, unas alubias de lata y un poco de café; todo con el mismos sabor insípido del agua del glaciar”.


El 12 de mayo Lorente y Zabaleta parten de la Comba Oeste con tres sherpas de apoyo hacia el Collado Sur. Garaioa, Erro y Uriarte les seguirán al día siguiente. Radio Nepal ha informado que se espera una racha de buen tiempo. Los ánimos empiezan a resucitar en el grupo vasco.


Al atardecer del día 13 alcanzan el campamento del Collado Sur. En el trayecto por las Bandas Amarillas y el Espolón de los Ginebrinos han encontrado mucha nieve. Si el viento no la ha arrastrado, más arriba será todavía peor, piensan.


El cielo se despeja a tiempo de que puedan asistir a un atardecer sorpresivamente diáfano. Las luces sesgadas desprenden ahora colores cálidos de los hielos de las laderas, mitigando la desolación del paraje en que se encuentran. Los campamentos inferiores están ya transitando hacia la noche. Decenas de botellas de oxígeno vacías apuntan en desorden hacia el cielo desparramadas entre los pedregales, dándole al lugar el aspecto de un cementerio abandonado. La atmósfera está quieta, suspendida en las luces terminales del día.


Cenan una lata alemana de alubias que Ang Nima ha encontrado entre la nieve, mezclada con carne seca de cordero tibetano que han subido los sherpas. Esta bueno el invento opina Zabaleta. Luego el hernaniarra se afana en preparar los equipos de oxígeno que usarán al día siguiente. Cuando se meten en los sacos, apenas queda ya tiempo para descansar.


La oscuridad es densa en el Collado Sur. No es fácil dormir a ocho mil metros. La falta de oxígeno y los fantasmas de la inquietud atormentan la cabeza. Desde las fronteras inmediatas de su tienda, Lorente casi puede sentir el aliento mineral de la montaña que lleva obsesionándole desde hace diez años. Nunca la ha tenido tan cerca. En la anarquía de pensamientos que discurren por su mente cruzan secuencias en las que se ve llegando a la cumbre, levantando los brazos junto a la punta del trípode chino.


“TEN CUIDADO...”


Once y media de la noche. En la oscuridad de la tienda empieza a brillar el fuego azulado de la cocinilla calentando el agua para el té. Zabaleta intenta ponerse en actividad: “Me cuesta mucho incorporarme en mi saco; siento náuseas y pereza, una gran pereza. Preparo los equipos de oxígeno y voy metiendo las cosas en mi mochila: una botella de oxígeno, tres rollos de película de 16 mm, una pequeña máquina fotográfica, algo de chocolate, unas almendras y unas galletas. Unos 10 kilos”.


Son ya las tres y media del 14 de mayo cuando los dos vascos, junto a los tres sherpas, empiezan a acortar paso a paso la distancia que les separa de la cumbre. La noche está despejada, extrañamente tranquila.


Sólo llevan dos horas ascendiendo cuando Lorente se detiene. No se encuentra bien. Se da cuenta de que está retrasando la marcha de Martín. La disyuntiva de renunciar a sus sueños alimentados durante tantos años se está materializando ante él de una forma prematura y dolorosamente lógica.


. ¿Te encuentras fuerte?- inquiere a Martín.
- Sí, bastante bien- responde el hernaniarra.
- ¿Lo conseguirás? – pregunta casi con temor a escuchar una respuesta negativa


La contestación de Martín es escueta
- Lo voy a intentar...


En el claroscuro de la madrugada, el momento de la despedida es emocionante para ambos. Antes de fundirse en un abrazo, Lorente le trasmite a su compañero un consejo paternal: “Ten cuidado...”.


Martín reanuda la ascensión. Esta clareando un día que va a cambiar su vida. “Después de separarnos he mirado dos o tres veces hacia atrás. Me daba una pena enorme dejar allí a Lorente. Permanecía sentado, mirando hacia arriba, transmitiendo la tristeza que sentía en aquellos momentos al haber perdido algo que yo sabía era muy importante para él”.


A las ocho de la mañana Martín y los sherpas que le acompañan llegan a la tienda del campo V, a 8400 metros. Está enterrada en la nieve y les cuesta encontrarla. Hacen té. Tras cambian las botellas de oxígeno, Ang Nima y Phurba Kitar emprenden el regreso hacia el Collado Sur. Pasang Temba y Martín se quedan solos. Zabaleta es consciente de que a partir de ese momento, toda la responsabilidad de la expedición recae sobre él.


“La nieve sigue blanda, profunda, peligrosa. A veces nos hundimos hasta la cintura, e intentamos avanzar por las zonas de rocas para tener un poco más de seguridad”.


Alcanzan la Cima Sur más allá de la una de la tarde. Ganar trescientos metros les ha costado cinco horas.


EL TRÍPODE CHINO


A través del radioteléfono llegan hasta Martín las palabras de ánimo de sus compañeros desde los campamentos inferiores. Para entonces las nieblas han borrado el paisaje, creando un entorno enigmático y vacío de referencias. “Desde la Cumbre Sur podemos ver el camino que nos queda por delante: una bella arista de nieve, afilada, con grandes cornisas hacia el lado del Tibet. Pasang no parece muy conforme con lo que nos espera. Dice que aquello está muy peligroso y habla de retirarse. Pero yo quiero seguir adelante y fuerzo un poco la situación. Veo, además, que no estamos cansados, que nos encontramos en buenas condiciones y, finalmente, seguimos hacia arriba”.


Zabaleta sabe que el Escalón Hillary al que se va a enfrentar es el último obstáculo que le separa de la cima. “Este resalte vertical de unos diez metros tiene bien ganada su fama de difícil. La nieve está muy blanda y tengo que excavar un gran agujero hasta encontrar suelo firme donde poner el pie y clavar el piolet”.


Sobre el zócalo rocoso la arista se amansa. Es como el lomo alargado de un monstruo antediluviano. “Hace tiempo que avanzamos sumergidos en nubes; las cornisas surgen una detrás de otra de la bruma. Esto resulta interminable (...). Todo ha cobrado un nuevo aspecto: una soledad inerme se ha apoderado del lugar”.


Por enésima vez Zabaleta levanta la vista con ansiedad por encima de la línea de la cresta. No se acaba. Entre el gris uniforme que mezcla niebla y nieve, observa en la distancia una difusa silueta oscura. Pasang también la ha visto y ha comenzado a correr hacia ella. ¡Es el trípode chino!, ¡La cumbre!


¡ Lo hemos conseguido¡ ¡ Lo hemos conseguido¡, grita el sherpa que se ha agarrado al poste metálico. Llega también Martín. Se abrazan. Apenas saben inglés uno y otro. No les hace falta para transmitirse sentimientos.


En los campos inferiores esperan con la respiración contenida la llamada de las alturas. Son las tres y media. El silencio del radioteléfono se interrumpe sorpresivamente. Es la voz de Martín:


- ¡Gora Euskadi askatuta¡....
- A ver Martín, a ver Martín.....
- Hemen Martín. Gailurrera iritsi berriak gara. Txinoen tripodearen ondoan nago…
- Zorionak, Martín. Zorionak….
- Zorionak guztiei. Guztion lana izan da: mendizaleak, sherpak eta Euskal Herrian lagundu diguten guztiona.


La alegría se desborda en el campo base. Corre rápida la noticia a los otros campamentos. Poco después en la tienda comedor se vive una fiesta en la que vascos, catalanes y polacos brindan con champaña por el éxito de la expedición.


Mientras tanto, en la cumbre todo se vive con las sensaciones tamizadas por el sosiego extraño que provoca la altitud. “No pienso que estoy en el Everest; tengo la misma sensación que en muchas cimas (...), la falta de oxígeno me produce un gran cansancio y una gran lasitud; sé que no pienso como es debido”, recapacita Martín.


Sin tener percepción real del paso del tiempo permanecen en la cima tres cuartos de hora. Son las 16.15.


Demasiado tarde para estar todavía en lo alto del Everest. Desde abajo les impelen a iniciar el descenso. Quedan apenas dos horas de luz.


LA NOCHE


Comienzan el regreso. Antes, Martín se ha guardado en el interior del buzo un rosario de cuentas de cristal que colgaba del trípode. Estaba allí desde el 17 de febrero, cuando los polacos Cichy y Wielicki habían concluido el primer ascenso invernal. Lo ha recogido pensando en su madre. Cuando baje al campo base sabrá que ha pertenecido al Papa Juan Pablo II. Cuando baje...


Esa perspectiva se torna cada vez más incierta. En un tramo previo al Escalón Hillary, Pasang resbala yendo a chocar contra unas rocas. No le ha pasado nada. “Le ayudo a llegar otra vez a la arista; la caída le ha asustado mucho”. La situación de los dos hombres empeora a cada paso que dan. Enseguida se les acaba el oxígeno. La ventisca está arreciando.


Descontrolado en sus movimientos por el cansancio y la falta de oxígeno, Pasang vuelve a caer: una cornisa ha cedido a su paso y ha quedado colgando en el aire, con tres mil metros de vacío bajo él. Martín aguanta el tirón.


Cuando el guipuzcoano logra izar al sherpa, éste se encuentra exhausto. Durante media hora apenas puede acompasar la respiración. El tiempo pasa. La noche está ya encima cuando llegan a la Cima Sur. Tienen que buscar un lugar para vivaquear. Martín recuerda entonces la grieta que ha visto al subir. Se encontraba al otro lado de la Cima Sur. Tienen que encontrarla. Nieva ahora con intensidad. La luz de las lámparas frontales apenas ilumina unos metros.


¡Ahí!, ¡ahí está!.


El hernaniarra toma el radioteléfono y comunica su situación al campo base: “Estamos agotados, con las botellas vacías, bajo la Cima Sur”. Sus palabras provocan estupor en el bullicio del campo base. Rosen reacciona. Toma el micrófono y grita angustiado: “¡Martín!, ¡métete en la grieta y no te duermas! ¡por favor, no te duermas!


La grieta no es más que un lóbrego pasadizo entre hielos y rocas, pero en las circunstancias críticas en que se encuentran supone una esperanza de supervivencia.


Se introducen en ella. Martín acepta su suerte. “Me dispongo a pasar la noche. La grieta tiene una anchura de metro y medio y, aunque está abierta por los dos lados, tiene un pequeño techo que nos protege de la nieve. Como está situada en plena arista, se forma una terrible corriente de aire; una corriente helada, de aire muy frío”.


En esos momentos en todo Euskal Herria se esta brindando en honor de los montañeros vascos. La noticia del ascenso había llegado rápida a Katmandú a través de la emisora que tenían instalada los polacos en el campo base De allí había sido transmitida a primeras horas de la tarde a las oficinas de Cegasa, en Gasteiz. Poco después la empresa emitía un teletipo dirigido a todos los medios de información: “ A las 3.30 de la tarde Martín Zabaleta y Pansang Temba consiguieron llegar a la cima del Everest. En el momento de transmitir la noticia seguían sin retornar al campamento del Collado Sur, lo que se espera suceda sobre las 7 de la tarde”.


Las radios han interrumpido sus emisiones habituales para difundir la buena nueva que entra en los despachos alfombrados, en los talleres, en las tabernas de los pueblos, en los caseríos más escondidos. El aire húmedo de esa tarde del 14 de mayo de 1980 se carga de energía positiva y, por primera vez en mucho tiempo, toda la sociedad vasca vibra y comparte una misma alegría. Una montaña, cierto que la más alta, pero muy lejana, ha hecho posible el milagro. Carlos Garaikoetxea, que hace poco más de un mes ha jurado su cargo de lehendakari bajo el roble de Gernika, les envía un telegrama institucional: “Munduaren erpina menderatu duzuen une honetan, hartu Euskal Herriak eta neuk bihozez bidaltzen dizuegun zorion-agur gartsua”.


En las redacciones de todos los periódicos se trabaja frenéticamente preparando las páginas especiales del día siguiente. La buena de Mónica Larburu, madre de Martín, ve su casa de Hernani invadida de amigos e informadores. Todos brindan en honor de un héroe del que no saben que está afrontando a 8700 metros las horas más decisivas de su vida.


No son Zabaleta y Pasang Temba los primeros alpinistas en quedar bloqueados por la oscuridad en una altitud consideraba incompatible con la supervivencia. Pero nadie hasta entonces se ha detenido tan arriba. Los británicos Haston y Scott habían vivaqueado en 1975 en una cota ligeramente inferior y lo habían hecho al cobijo de un agujero en la nieve. Otros lo habían hecho más abajo, sufriendo en casi todos los casos congelaciones graves.


La situación de Martín y Pasang es extremadamente delicada. “Sentados sobre nuestras mochilas sentimos el paso del tiempo minuto a minuto. Pasang no habla gran cosa. Poco a poco se ha ido apoyando en mí y ahora duerme tranquilamente. Su peso me duerme la pierna y, aunque me muevo no se despierta. En la oscuridad, delante de mí, se perfilan las sombras del Pumori y del Cho Oyu”.


En el campo base nadie duerme. El café ha venido a sustituir al champaña. A Jon Zabaleta, hermano de Martín, le han dado un tranquilizante para que se relaje su tensión. Desde el Campo II, Garaioa hace sonar una y otra vez dos tapas de cacerolas cerca del radioteléfono para mantener alerta a Martín.


Pero allá arriba no oyen nada. El talky se ha congelado; el paso del tiempo parece que también. “Una y otra vez miro al reloj : ha pasado media hora, una, dos (..) de vez en cuando me pongo de pie y muevo las piernas, que me hormiguean (...). No tenemos nada con que hacer fuego y preparar agua; tampoco nada para comer; el oxígeno ya se acabó. No tenemos nada”.


Empieza a clarear. La mole del Makalu se empieza a iluminar con las luces nacientes del nuevo día. Martín intenta incorporarse. “Al levantarme de doy cuenta de que estoy acabado; el frío me ha consumido. Noto también la falta de oxígeno y el no haber bebido. Me dan mareos y ganas de vomitar, pero no tengo nada dentro”.


Quizás el radioteléfono funcione todavía.
- Aquí Martín, aquí Martín...
Un respiro de alivio se extiende por todos los campamentos: cuando menos, Martín y Pasang han sobrevivido a la noche.
- Estamos muy cansados. Casi no podemos movernos...


Garaioa intenta animarles imperativamente:
- Martín, ¡las fuerzas están en la cabeza!, ¡las fuerzas están en la cabeza!. No has perdido las fuerzas, ¡Tira para adelante!


Tambaleantes, Martín y Pasang comienzan a perder altura. El descenso hacia el Collado Sur va a durar toda la jornada. Se caen, se levantan, se vuelven a caer. Están agotados. Dos sherpas les vienen a ayudar. Los ven aproximarse, pero todavía están demasiado lejos.


Mientras en las alturas del Everest se estaba rozando el drama, todos los diarios vascos salen a la calle en la mañana del 15 de mayo dedicando su primera página al ascenso de Zabaleta y Pasang. Nunca hasta entonces una noticia de alpinismo había ocupado espacios tan privilegiados en los medios de información, ni tampoco había calado tan profundamente en la piel de la sociedad.


“La ikurriña ondea ya en el Everest”, destacaban Deia y Egin. Por su parte, La Gaceta del Norte y El Diario Vasco coincidían en abrir destacando “La expedición vasca conquistó el Everest”. Eran titulares que hubieran resultado impensables en sus formulaciones si seis años antes la expedición Tximist hubiera conseguido llegar a la cumbre.


En el Himalaya está de nuevo a punto de oscurecer cuando los náufragos de la montaña alcanzan por fin el refugio de las tiendas del Collado Sur. Lorente ve llegar a un Martín consumido por la debilidad, con la cara desencajada, con un hilo de voz casi imperceptible. La tensión acumulada durante muchas horas se rompe ahora en un abrazo emocionado. Los dos lloran.


Los sherpas ayudan a Martín a acomodarse en la tienda. “Metido en el saco me siento como en casa; estoy a ocho mil metros y tengo la sensación de estar en casa”.


El día siguiente amanece luminoso. Para cuando Martín se despierta, los sherpas han empezado ya a recoger los equipos. La expedición se ha terminado. Él y Lorente inician el descenso hacia el campo base. Tienen que volver pronto a casa. Todo un pueblo les está esperando.


LLEGAN LOS HÉROES


En la tarde del 12 de junio en el aeropuerto de Sondika se palpa una expectación inusual ante la inminente llegada del vuelo procedente de Madrid. El avión se encuentra ya sobrevolando territorio de Bizkaia. Desde las ventanillas, los expedicionarios que regresan del Everest miran con emoción hacia una tierra cuya fisonomía reconocen después de cuatro meses de ausencia.


A las 5.10 el avión aterriza en Sondika. Cientos de ojos siguen su rodaje por la pista hasta que se detiene frente a la terminal. Allí esperan el lehendakari Garaikoetxea, los diputados forales, el alcalde de Bilbao, consejeros y políticos. Los familiares contienen a duras penas la ansiedad. Junto a ellos, decenas de aficionados venidos a participar en el recibimiento.


La puerta trasera del avión se abre. Los fotógrafos pelean por un espacio al pie de la escalerilla, en cuyos peldaños más elevados asoma sonriente el rostro tostado de Juan Ignacio Lorente. Descienden después los demás, buscando con la mirada entre la muchedumbre a sus seres queridos. Tras ellos, pasando casi desapercibido, baja un hombre que tiene mucho que ver en el éxito que ahora se está celebrando. Es José Antonio Odriozola, que les ha acompañado, más como amigo que como presidente de la FEM, en la última escala del regreso triunfante.


Los protocolos se desbordan. Todo el mundo quiere abrazar a los expedicionarios.


El influjo del Everest ha convertido por primera, y quizás única vez, a unos montañeros en héroes populares.


Los veteranos del 74 son conscientes de que aquel es el final de su ciclo vital.


Seguirán yendo a la montaña, incluso volverán al Himalaya, pero a partir de ese momento los primeros de la cuerda deberán ser los jóvenes. Habían empezado veinte años antes en los Alpes y terminaban dejando el testigo sobre la montaña más alta del mundo. Era un bonito final.


 


Autor: Antxon Iturriza
«Historia testimonial del Montañismo Vasco» Publicado por Pyrenaica
Más info: www.pyrenaica.com/publicaciones


 


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